domingo, 10 de enero de 2016

Galán de puerta falsa.

Cruzaba la pista y desde un auto le gritaron ¡HOLA, GALÁN DE PUERTA FALSA! de inmediato miró al conductor que reía a carcajadas, siguió mirándolo, pero no lo pudo reconocer. Se quedó parado en la esquina pensando en que tal vez de la vuelta pero no, ya se había perdido entre ese mar de
 autos que enloquecía hasta al más paciente y sereno peaton.

Empezó a caminar despacio, de pronto, su casa era el último lugar en donde quería estar. Sin duda ese grito le desniveló el ánimo. Hacía años que no lo llamaban así, además de que siempre lo consideró un desprecio más que un apodo. Pero sobretodo, le trajo a la mente el recuerdo de Rosenda.

¡Don Tito, estoy sacando una cajetilla de cigarrillos Premier! ¡Aquí le dejo la plata!

¡Cuidadito con que no esté completo! Le respondió mientras movía botellas detrás de la tienda.

Ya salía del mostrador donde se encontraban los cigarrillos cuando la chica que tanto le gustaba entró a la tienda. Esta era la tercera o cuarta vez que se cruzaban, por un rato, ambos se quedaron frente al mostrador mirando silentes y nerviosos el letrero en donde se leía "Hoy no fío, mañana sí" que colgaba en uno de los anaqueles de la pared esperando a que Don Tito salga de la trifulca que había armado allí atrás moviendo cajas y botellas.

¿Qué deseas? -le preguntó- rompiendo ¡por fin! su obstruccionista timidez.

 ¿Cómo?  -asomó una sonrisa- pues sabía que él no era el dueño ni trabajaba allí.

Detrás de la tienda se sumaron al ruido de las botellas y cajas otros más, parecía que Don Tito no saldría nunca.

En serio, yo te puedo atender. Dime ¿qué deseas?

No, el señor se va a molestar.

¿Don Tito? nada que ver somos amigos.

Dubitativa, le pidió un detergente y medio kilo de huevos.

¡Don Tito! ¡¿cuánto vale un detergente?!

¡¿Todavía no te has ido?! ¡¿No tienes nada que hacer?! -ella reía-

¡Habla viejo cutrero!

¡uno, treinta!

¡¿Y medio kilo de huevos?!

¡Dos, cincuenta!

¡Aquí estoy dejando la plata!

¡Cuidadito con que no este...!

¡Si, ya sé, ya sé!

¿Cómo te llamas?

Rosenda.

¿Puedo buscarte, otro día?

¿Dónde? -le preguntó algo incómoda- Rosenda trabajaba en las labores domésticas en la casa de los Soto una viuda con dos hijos en donde también le daban un cuarto. Quedaba una cuadra más abajo en la misma avenida donde vivía él.

En la casa donde trabajas o ¿la señora se molesta? yo soy amigo de sus hijos.

 Yo también quiero conocerte más, yo estudio en la nocturna de María Parado de Bellido. ¿Conoces?

Sí conozco.

Salgo de estudiar a las diez y media, puedes ir a buscarme y caminamos hasta acá.

Aquélla noche caminaron como acordaron. Pero en poco tiempo todo en ambos se desbordó se gustaban mucho, se querían, se deseaban, se extrañaban. En la calle, ya no lo disimulaban, andaban de la mano o abrazados se besaban una y otra vez. En las noches los hoteles más baratos y de mala muerte por dos horas eran su palacio y los domingos todo el día.

El chisme pronto corrió por todo el barrio. Comenzaron a llamarlo "Galán de puerta falsa" en realidad el sobrenombre que le adjudicaron no le importaba en absoluto, lo que le molestaba y enfurecía era la connotación racista, clasista, y despectiva del cual provenía, dicha por gente que francamente tenía rasgos mucho más andinos y sus pieles más oscuras que los de Rosenda. Gente estúpida y desubicada renegada y acomplejada de su cholería  y negritud.

Una tarde de sábado después de la acostumbrada pichanga de fútbol entre los muchachos del barrio, entre botellas de cerveza que iban y venían, salió a relucir, en tono de burla su relación. Fue así que los chicos Soto se pusieron al tanto de que su sirvienta andaba en amoríos con su vecino y amigo.

Al oscurecer los hermanos regresaron a su casa de tumbo en tumbo por lo ebrios que estaban, ¡Rosenda! gritó el menor al ver que su madre había salido. ¡Rosenda! se le unió el mayor, Rosenda apareció entre la oscuridad del pasadizo que daba a su cuarto, estaba lista para irse como todos los sábados en la noche y regresar el lunes bien temprano, sólo esperaba por la señora, ansiosa por encontrarse con su amor que ya la esperaba en el paradero del autobus.

Joven ya me voy, dígale a su mamá que la estuve esperando.
¡Hoy tu no sales! ¡Chola maldita! -la jaló por los cabellos arrastrándola de vuelta a su cuarto-

¡Déjeme! ¡Déjeme! -gritaba la infortunada mujer que sentía como salían sus cabellos desde la raíz-

¡Yo te doy casa y comida y tu chola desgraciada te vas a tirar con ese vago! ¡Ahora me vas a tirar a mí!
Su hermano festejaba la cruel escena y cuando veía que Rosenda estaba a punto de liberarse intervenía propinándole un puñetazo tras otro hasta volverla a doblegar le rompieron sus ropas y la violaron una dos tres cuatro veces por delante y por detrás le metieron en la boca su propia truza rasgada y manchada de sangre para evitar que sus desgarradores gritos puedan ser oídos. Fuera de sí, no sintieron que su madre ya estaba en casa hallándolos en la macabra escena guiada por los golpes que la cama se daba contra la pared producidos por la brutal fuerza con la que perpetraban el ultraje sexual.

En el paradero del autobus él ya llevaba una hora y más esperándola, decidió ir a buscarla. Tarde o temprano la señora y sus hijos se enterarían de todas maneras de la relación que mantiene con Rosenda -convino consigo mismo- Al llegar toda la casa estaba a oscuras tocó la puerta con insistencia pero de adentro nadie salió extrañado se sentó en la entrada esperando que alguien de la casa regrese pero nunca más se volvió a ver ni a saber de los Soto ni de Rosenda desaparecieron para siempre del barrio y de su vida.

La casa quedó abandonada, nadie volvió a habitarla. Él pasaba todos los días por la casa se asomaba a las ventanas las golpeaba esperando inúntilmente oír alguna respuesta de adentro hasta el día en que también se marchó para siempre del barrio. Lejos de ahí en las alturas de los andes una familia compartía con él la misma tristeza y preocupación por no volver a saber más de su hija mayor Rosenda. 

¿Quién me habría gritado? ¿quién? -seguía preguntándose- mientras regresaba a la esquina pues seguía pensando en que de repente el conductor también lo haría. 
      

      
                    
    
     
       
      

     



       
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